sábado, 11 de octubre de 2008

Entre la cultura real y la cultura anhelada



Entre la cultura real y la cultura anhelada


Por: Diego Fischerman*, Sábado, 11 de Octubre de 2008

Foto: De izq. a der. Diego Fischerman, Arnoldo Cuéllar y Fernando de Ita, el jueves 9, durante el II Encuentro de Periodismo Cultural de Iberoamérica, realizado en el Auditorio de la Universidad, el encuentro termina hoy a las 15:00 hrs. Foto: Bernardo Monroy.

Encuentro de periodismo cultural


"Leo a Borges y Cortázar; escucho Mozart y Vivaldi", decían. Y ya no. Era mentira, por supuesto, pero no había modelo ni aspirante a Miss en algún concurso de belleza que no se sintiera obligada a recurrir a la impostura.


Hoy las equivalentes actuales de aquellas jóvenes podrían decir que leen a Osho, o que no leen en absoluto —es decir, podrían decir la verdad—, sin ninguna vergüenza. Si sólo creyeran en los dioses aquellos que los han visto, no existirían las religiones. De la misma manera, la cultura "alta" se sostiene en el valor que le dan a ella quienes nunca accedieron y probablemente nunca accederán a ella. Hubo un tiempo, en Buenos Aires, de bibliotecas populares, de padres casi analfabetos insistiendo a sus hijos en la importancia de la educación, en convertirse en "dotores", de concursos televisivos de preguntas y respuestas donde se premiaba la erudición. Hubo un tiempo, podría decirse, de hipocresía, en que se buscaba aparentar los atributos de una cultura ajena en lugar de enarbolar la propia como bandera. La hipocresía ha caído. Ya no hay falsedad. Es decir, ya no hay tensión entre la cultura real y la "cultura". Ya no hay —o lo hay mucho menos y hay que indagar dónde se encuentra— ese hueco en el que, desde el propio surgimiento del consumo burgués de la cultura, anidó el periodismo cultural.
"Este es un libro imprescindible". "esa puesta de ópera es vergonzosa". "Si Usted no ha visto aquel film, no ha visto nada". El periodismo cultural, con más o menos fundamentos, dice qué es lo que debe gustar y qué es lo que no, incluso contra el gusto de su público. Y, obviamente, ese público debe creerle hasta el punto de que esas aseveraciones, la mayoría de las veces taxativas, se impongan a sus propias percepciones; lo hagan sentir "inculto" por haber disfrutado de lo que no debía o por haber permanecido indiferente ante lo que tendría que haberlo conmovido. El periodismo cultural, en todo caso, aparece en la grieta entre la cultura real y la anhelada. Necesita, entonces, que haya una cultura anhelada. Y, desde ya, prospera en el malentendido entre cultura y cultura. Allí donde la cultura definida desde un punto de vista etnológico se torna inculta frente a la cultura "culta", aquella que en los medios de comunicación masiva sigue queriendo decir "arte y espectáculo". Lo que, por otra parte, tampoco conforma un campo homogéneo y pulido. No todos los espectáculos son "arte" y, eventualmente, las tretas y artilugios —y los fuertes argumentos ideológicos— para determinar cuándo sí y cuándo no se trata de arte, son parte central de los arcanos que el periodismo cultural se ocupa de develar a su público. Y hay que decirlo, si la cultura tiene su público, el periodismo cultural también tiene lo suyo, y no necesariamente son el mismo. La mayoría de quienes leen los comentarios bibliográficos, las reseñas cinematográficas, las críticas de conciertos, representaciones operísticas y actuaciones de músicos de tradición popular, no leen todos esos libros que son comentados, ni van a ver todos los films acerca de los que escuchan o leen ni, mucho menos, van a los conciertos u óperas que, además, en su mayoría para cuando esa reseña ve la luz ya han desaparecido de la faz de la tierra, ya han sucedido. Es más, podría colegirse, con alguna malicia, que el "periodismo cultural" sirve, precisamente, para dar al público la pátina de la cultura relevándolo de su engorro. No es necesario ver un film o leer un libro para saber si es bueno o malo. De hecho, el punto de vista propio, en el caso de que efectivamente el film hubiera sido visto o el libro leído, no contaría al lado del impuesto por el crítico profesional y sería, por lo tanto, prescindible. Pero todo esto sucedía antes. Cuando los "incultos" creían en la "cultura". Cuando reinaba la hipocresía.
La hipocresía es una cierta manifestación de humildad. El hipócrita sabe que hay otro punto de vista distinto del suyo y hasta es capaz de reconocerle una superioridad. El hipócrita reconoce un "Otro", cosa que el soberbio no hace. Al hipócrita le gusta despanzurrar gatos pero, en público, asegura que ama a los animales. Es capaz de darse cuenta de que quienes no disfrutan con el daño a una víctima indefensa son mejores que él. Y, de paso, ese saber, aunque más no sea porque lo obliga a despanzurrar gatos a escondidas, en horarios y lugares poco transitados o secretos, hace que despanzurre muchos menos gatos. Mal que mal, la noción de la existencia de un mundo diferente al de sus propios gustos lo limita. El mundo del periodismo cultural necesita, en todo caso, que aquellos que no leen ni a Borges ni a Cortázar y no escuchan ni a Mozart ni a Vivaldi —ni a Silvestre Revueltas ni a Kaija Saariaho ni a Keith Jarrete o Egberto Gismonti— crean que si lo hicieran, serían mejores. Que no defendieran con orgullo la in cultura, es decir esa cultura propia que no necesita ni anhela a la "cultura culta".
La crítica de arte —o el periodismo cultural, si se prefiere— nace en el mismo momento en el que el arte sale de las cortes y un público nuevo necesita que se le explique lo que los nobles ya sabían: las reglas del buen gusto. Por supuesto, se jugaba con esas reglas; se estiraba el hilo hasta donde fuera posible, sin cortarlo. Las obras de arte eran valoradas tanto por su conocimiento de esas reglas como por su capacidad de hacerlas tambalear. A nadie le interesaba una obra que no conociera las convenciones pero, tampoco, una que fuera pura convención. Esa delicada dialéctica era, eventualmente, la que los críticos develaban para su público. Había pequeños corrimientos. A veces una obra demoraba un poco en ser aceptada. En ocasiones lo que era visto como un disvalor se convertía al poco tiempo precisamente en lo contrario. Podría criticarse, por ejemplo, la larguísima introducción orquestal del Concierto para piano No. 1 de Brahms porque no parecía de un concierto para piano; porque se asemejaba a una sinfonía. Y eso era, desde un cierto punto de vista, un error formal. Pero muy poco después aparecían los que, como nosotros, ya amaban ese concierto precisamente por ese comienzo que parecía el de una sinfonía. Más allá de que algunos pudieran deslumbrarse con fuegos artificiales pasajeros y que, en ocasiones, no vieran la genialidad adonde ella estaba, el periodismo cultural actuaba como un intermediario bastante eficaz entre la burguesía y el arte. Ahora bien, el siglo XX vino a complicar las cosas. Ya no fue claro que el buen gusto fuera de buen gusto.
Empezó a pensarse que un arte que no problematizara la idea del gusto —y que no se opusiera al gusto burgués— no era verdadero arte. El hilo no sólo se estiró. Se rompió. Y al principio, no obstante, todo fue más o menos claro. Porque para oponerse a ese "buen gusto" establecido había que conocerlo al dedillo y, entonces, no había duda de que esos pintores, literatos y músicos que rompían con el arte tal como se lo conocía, eran artistas. El problema llegó cuando vinieron sus seguidores. Ya no había manera de saber si quien hacía unas líneas sobre una tela, o unos ruidos sobre un escenario era capaz de pintar una naturaleza muerta o de escribir una fuga escolástica. Y además apareció, en la burguesía —y en los intermediarios— el miedo a volver a no entender a Van Gogh. Y, por otro lado, las hijos de esa burguesía encontraron otras zonas de legitimación, alrededor de los deportes o los espectáculos masivos, donde no era necesario fingir "cultura" ni correr el riesgo de equivocarse. Las artes plásticas trocaron, por lo menos en Argentina y, en particular en Buenos Aires, por las cirugías plásticas. Quienes portaban (portan) nuevos senos, narices, asentaderas o labios no disimulan los cambios; al contrario, exhiben, como en las antiguas obras de arte, la firma. "Esa nariz es de Scacciapietra". "Esas pantorrillas son inconfundibles, las hizo Franelmacher". Parafraseando con cierta libertad a Karl Marx podría decirse que la burguesía argentina se repitió dos veces, la primera con el rostro de Victoria Ocampo, aquella aristócrata escritora, creadora y directora de la revista Sur, polemista sagaz, amiga de Stravinsky, recitante en su Perséphone y miembro del directorio del Teatro Colón en 1933, y la segunda como Mauricio Macri, el actual intendente de la ciudad de Buenos Aires, hijo de un empresario exitoso, mal alumno de una escuela privada y fanático y ex presidente del club deportivo Boca Juniors.
Las reglas han cambiado. Parece haber un cierto desquicio. Las revistas y suplementos culturales, así como las secciones de los diarios que coquetean en las fronteras entre las artes y los espectáculos ya no "forman gusto". Aquellos tiempos en que una revista argentina llamada Primera Plana podía poner en su tapa a los desconocidos Gabriel García Márquez o José Lezama Lima, o al compositor vanguardista Juan Carlos Paz junto al epígrafe "la mejor música argentina", han pasado al olvido. Las agendas las diseñan las agencias de prensa y lo que aparece en los medios masivos de comunicación es, a grandes rasgos, lo que más dinero mueve. Aún así, tal vez como resabio de otros tiempos, quizá como muestra de una cierta manera de entender el mundo, subsisten pequeñas islas, más ligadas a la formación, los gustos y el impulso personal del algunos periodistas culturales que a la voluntad de quienes los emplean. Son islas donde todavía reina la posibilidad de la sorpresa y el descubrimiento. Los grandes medios de comunicación se permiten el lujo de estos personajes exóticos. Y algunos pequeños medios independientes —o un poco más independientes, como el periódico en el que trabajo diariamente— convierten a estos marginales, cuya firma todavía es capaz de mover a alguien a sacar una entrada, adquirir un libro o escuchar un disco, en su marca y su mercancía. Es posible que estos individuos, que luchan contra una burguesía que ya no quiere ser culta y contra un modelo de éxito que ya no necesita de la hipocresía —y de la fe en los críticos de arte— tiendan a desaparecer. O no. Que lentamente comiencen a proliferar, a aparecer en otros lugares. En revistas virtuales. En blogs. Tampoco es claro dónde transcurre, hoy, el arte. Se tiene la sensación de que el libro y el disco siguen siendo objetos legitimadores más o menos irremplazables pero, por supuesto, puede no ser así. En Buenos Aires ya no hay —o hay pero aún no se ven— grupos de jóvenes componiendo canciones sin parar y queriendo ser los Beatles, entre otra cosa porque los Beatles hace nada menos que cuarenta años que ya no existen. La "música joven" es hecha por cuarentones, en el mejor de los casos. En los sesenta, Astor Piazzolla polemizaba con las figuras más populares del tango, que en algunos casos eran apenas mayores que él, porque hacía "años que hacían lo mismo". Esos años de inmovilidad estética y "especulación comercial" no eran, sin embargo, más de diez o quince. Hoy, grupos como los Redondos o la Bersuit, o Soda Stéreo, que se reúne para clonarse a sí mismo, llevan más de veinte sin cambiar nada y a nadie le parece demasiado mal. En el campo de la tradición europea y escrita, eso que el mercado denomina "música clásica" las cosas no son demasiado diferentes. Pero aparecen historietas con música, por Internet. O puede verse, en Youtube, una ópera en capítulos y con música de Rhythm & Blues como Trapped in the closet, de R Nelly. ¿Cuál será el arte de este momento? ¿Podemos explicarlo? ¿Habrá alguien que necesite o quiera que se lo expliquemos? Toda evolución es bastante incomprensible para quienes están involucrados en ella. Y toda evolución es truculenta. Pero todo depende del punto de vista. Aquella caída de un meteorito que sumergió a la Tierra en tinieblas podría ser contada de maneras muy diferentes según lo hiciera un hagiosaurio con su gigantesco estómago dolorosamente vacío o alguno de esos pequeños cuadrupedos peludos y poco agraciados que se dedicaron a prosperar gracias a la miseria ajena hasta llegar a pararse en dos patas y pintar en las paredes y cantar y bailar y contar sus cuitas. El único problema es que a nosotros, los periodistas culturales, nos ha tocado esta vez el papel del dinosaurio. El futuro, claro, está por escribirse.
* Diego es autor de varios libros, entre los que destacan La música del siglo XX (Paidós, 1998) y Escrito sobre música (Paidós, 2005). Actualmente se desempeña como crítico musical y periodista cultural en Página/12 de Argentina.

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